jueves, 31 de mayo de 2012

En la quietud de la noche

quietud de la noche

Soy noctámbulo. Amo la noche, no sé por qué. Para mí, la oscuridad es mi abrigo, las estrellas mis amigas, la luna mi guía. Mi mundo es lo que puedo abarcar con la vista, por la noche.

Soy tímido, apenas tengo amigos. No pido mucho. Espero el momento en que se pone el sol. Siempre igual. Doy un paseo, me recreo con lo que veo. Los colores durante esas horas cambian radicalmente. Las personas parecen más tranquilas, más enigmáticas. La luna les da otro lustre y la quietud de la noche me hace feliz. Y repito ese hábito, un día tras otro.

Sólo hay un día cada cierto tiempo, en el que me gustaría no amar la noche. En el que es la noche la que me domina. No sé lo que me pasa, no recuerdo nada, pero cuando me despierto al día siguiente, me siento cansado, sucio, con sentimiento de culpa, sin saber por qué.

Dicen que tiene que ver con que soy el séptimo hijo varón, y ese es mi destino. Sólo sé que debe ser una noche difícil, aunque no sea consciente. Cuando me va a ocurrir, experimento sensaciones físicas raras, y lo último que recuerdo, antes de perder el conocimiento, es que, al otro lado de la ventana, una luna espléndida, brillante, llena de luz me llama, sin que yo pueda hacer nada más que dejarme ir.

 

Más relatos, en la quietud de la noche, en casa de Mónica

jueves, 24 de mayo de 2012

Los replicantes

Replicante

Siempre había creído aquello de que en algún lugar del mundo hay alguien igual que tú. Que todos tenemos un doble. De hecho, quién no ha sido abordado por alguien para decirle luego, “disculpe, creí que era fulano, me he equivocado, se parece usted mucho”.

Pero esto era distinto. No sólo tenía mis rasgos físicos. Además pensaba igual que yo. Decía tener la misma familia que yo. Era una copia exacta. Me confesó que estaba enamorado de Ana, igual que yo, que trabajaba en una multinacional informática, como yo. Tenía mi edad, ¡había nacido el mismo día que yo!

No me podía estar pasando. Me pellizqué, pensando que era un sueño. Parpadeé varias veces queriendo despertar. Pero ahí estaba.

Me lo había encontrado casualmente, por la calle. Nos miramos y no pudimos evitar pararnos y conversar. Nos hicimos preguntas, a las que cualquiera de los dos contestaba igual. Nos contamos nuestra historia y nuestros deseos, comunes en ambos casos.

Sólo había una cosa que me reveló y que yo desconocía. Él era el elegido. Me dijo que todos los seres tenían sus clones, sus replicantes. Y que, a cierta edad, sólo podía continuar viviendo uno, que un destino no se puede compartir. Los dos no cabíamos en el mundo. Así es que, me apuntó el camino y no tuve más remedio que hacerle caso. Hubiera sido impensable seguir viviendo, sabiendo que yo no era el auténtico.

 

Mas historias de replicantes en casa de Gustavo

jueves, 17 de mayo de 2012

Pacto con el diablo

pacto diablo

Mi querido Lucifer:

No has entendido nada. Lamento no poder hacer un trato contigo, por la sencilla razón de que no sé qué puedes ofrecerme. Estoy seguro de que la maldad y la felonía que puedo ofrecer yo, no tiene parangón con la tuya. No te envidio en absoluto

Hago sufrir a la gente. No duermen por mi culpa, esperando lo peor. Puedo quitarles todo. Algunos se han suicidado por mi culpa, otros lo harán pronto.

La ruina, la desgracia y la pobreza acompañan a quien yo señalo con el dedo. ¿Cómo te atreves a pactar conmigo? ¿Qué me puedes ofrecer?

Olvídame y, si acaso pretendes ser como yo, dímelo, te daré algunos consejos. Por cierto ¿tiene hipoteca el infierno?

Fdo.: Mefistófeles, un banquero-político

 

Más posibles pactos con Mefistófeles, en esta cita de los jueveros, en casa de Gustavo

jueves, 10 de mayo de 2012

Érase una vez…

cuentos
Llegué corriendo del colegio. Tiré el abrigo al sofá y me senté en la mesa. Saqué el libro y el cuaderno con ansia, y me puse a hacer los ejercicios.

Apareció mi madre que me miró asombrada y sorprendida. Nunca me había visto ese ímpetu, Estudiaba, normalmente, lo imprescindible, para aprobar y no tener problemas. Por eso, se extrañaba de mi actitud.

Se acercó, me preguntó si me ocurría algo y me dio unas galletas y un vaso de leche. Ni le contesté, estaba imbuido en mis deberes.

Al cabo de una hora, vino mi padre. Normalmente me encontraba jugando o viendo la tele, pero ese día me encontró escribiendo. Se quedó atónito, me dio un beso y se sentó, sin decir nada, a leer el periódico.

Eran las ocho y media cuando guardaba todo en la cartera y me dispuse a cenar. Engullí la cena, otra sorpresa para mis padres que veían como cada día ponía pegas a la comida y terminaba tragándomela a la fuerza. Algo pasaba.

Cuando estaba terminando de cenar, sonó el timbre de la puerta. Era mi abuela que venía a pasar unos días con nosotros. Nos dio un beso y me dijo:

‘¿Has hecho todo lo que te dije? ¿Has cumplido el trato?’
‘Sí, abuela’, le contesté, con firmeza.

Entonces, se quitó el abrigo, se sentó en el sofá, sacó un libro del bolso, se puso las gafas y, con toda la tranquilidad y serenidad que tenía, empezó a leer:

“Erase una vez…”

Nadie contaba los cuentos como ella.

Mas cuentos en casa de José Vicente

jueves, 3 de mayo de 2012

En la iglesia del Castillo hay que pagar el diezmo

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Viví, sirviendo a Fray Toribio. En el castillo, además del Conde y su familia, bella mujer e hijos ilustres, que habitaban en un palacio, había una iglesia pequeña que cubría las necesidades espirituales del lugar.

A mí, se ve que me abandonaron de pequeño, en la puerta de esa iglesia, y fue Fray Toribio quien me vio y me recogió. Apenas tuve seis años empecé a servirle. Yo pretendía aprender a leer y escribir y ser como él, persona instruida, pero siempre se excusaba, no tenía tiempo para enseñarme y además, me decía que los villanos no necesitaban de la lectura y de los conocimientos, que simplemente por el hecho de ser villano se entendía que los placeres eran mundanos y nada tenían que ver con los gozos que nutren el espíritu.

Así es que, me he pasado hasta hoy, que cumplo treinta años, ayudando a este fraile en sus oficios y en todo lo demás. He sido sacristán y monaguillo, cocinero y sirviente, y en mi tiempo libre, que poco me quedaba, me tocaba cuidar de la huerta, puesto que los frailes y gente de alcurnia no se dedican a menesteres menores.

Pegarme y maltratarme era una afición de mi amo, cualquier excusa era buena para demostrarme que si vivía era gracias a él, y que le debía todo. Un día encontré a una bella moza y allá, en un rincón de la iglesia, empecé a tontear con ella, quien me entregó su prenda, con gran alborozo por mi parte. Pero mira por dónde, nos descubrió el fraile y me dijo que me apartara, que él tenía que cobrar el diezmo de la moza y terminar la faena. Y me dejo con un palmo de narices y de lo otro.

Después de terminar, me dio una paliza, y no fue porque hubiera fornicado –aunque hubiera sido a medias—, sino porque no le había llamado para pagarle el diezmo. Desde entonces, cada vez que vuelvo a las andadas, llamo al fraile para que se cobre su parte, no vaya a ser que me vuelva a pillar, y le tengo miedo porque me advirtió de que si se lo volvía a ocultar, me mataría a palos.

No me parece justo, así es que el otro día me atreví, me acerqué al prostíbulo y entré, allí pedí que Mariana me acompañara, después de pagarle con una moneda de plata que le robe a mi amo. Se trataba de una prostituta que me había recomendado mi amigo Luciano, para el caso. Me la llevé a la Iglesia, la desnudé y llamé a Fray Toribio, cuya edad, ya provecta, no le impedía tener deseos carnales. Mi amo al ver una mujer desnuda, hizo lo de siempre, o sea rematar la faena, para cobrarse el diezmo.

Hoy, le hemos enterrado, ¡pobre fraile! Se me olvidaba decir que Mariana tenía una enfermedad venérea grave, cuya transmisión provocaba la muerte. Es lo que tiene querer el diezmo siempre, sin revisar primero la calidad del producto que se cobra.

 

Más historias medievales y sobre castillos, este jueves, en casa de Teresa