Había llegado al pueblo de mi abuela, como en otros veranos. Un pueblo que cruza el río Badiel, al que mi hermano y yo íbamos a pescar cangrejos. Tendría por aquella época unos seis o siete años y mi hermano tres más.
Era una actividad reconfortante, había que meterse en el río para atraparlos. Después, nuestra madre se preocupaba de cocinarlos y nosotros compartíamos el festín.
No tenía gran dificultad la tarea. Bastaba llevarse un cesto de mimbre grande, se colocaba en medio del río en contra de la corriente, cubría poco, cuarenta o cincuenta centímetros, uno lo sujetaba y el otro venía unos metros pisando con fuerza, lo que hacía que los cangrejos asustados corrieran a favor de la corriente, encontrándose dentro del cesto apresados. Bastaba sacar el cesto y allí estaban los cangrejos vivos que habían caído en la trampa. Se vaciaban en una bolsa y a seguir con el cuento.
Pero también había otra manera. Muchos cangrejos se encontraban en sus guaridas, agujeros que podías ver en las paredes del río. Entonces mi hermano, mayor y con más astucia que yo, me decía:
Anda Rafa mete la mano, tú que la tienes más pequeña y entra mejor, ya verás, no pasa nada.
Sí que pasaba, y el que caía en la trampa era yo, que en muchas ocasiones sacaba la mano, chillando, con un cangrejo colgando de algún dedo. Y así pesqué unos cuantos. Cada vez que ocurría, mi querido hermano se reía y me lanzaba piropos por ser un gran pescador. Su mayor edad y su desparpajo hicieron que picara una vez tras otra.
A pesar de todo, o quizá por esas pequeñas cosas, nunca olvidaré, el olor del camino del río, a espliego, a moras, a higos y a huerta. Y aquellos cangrejos que cocinaba mi madre, acompañados de una salsa picante. Una delicia.
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