Era un fiesta espléndida. Había gente de toda clase y condición. Seríamos unas cuarenta personas. Sonaba música de los noventa, rock de los noventa. Yo había bailado toda la tarde y, cansado, me senté en un sofá. A mi lado había una mujer rubia, preciosa, que me saludó y me miró fijamente.
Fue entonces cuando se fue la luz. No me extrañó. Había una tormenta fuera y se podían escuchar los truenos. Una casa de campo es frágil, la luz se va fácilmente. Así es como la casa se quedó a oscuras.
Noté que me acariciaba la mano. Suave y con cariño. Luego se acercó, rozándome con sus piernas. La quise imaginar. Apenas la había visto, y la quería recordar. Sí, era bella, ojos azules, color castaño claro, una blusa marrón, los labios pintados de color violeta. Trataba de rehacer su imagen en mi memoria, mientras sentía que me acariciaba la cara y me pasaba la mano por el contorno de mis labios. Yo me dejaba hacer. Estaba a punto de estallar y de abalanzarme sobre ella, cuando alguien encendió una vela.
Pude ver la figura de un hombre a mi lado. Moreno, me miraba sin pestañear, con deseo. Estaba junto a mí y me tenía cogida la mano. Me levanté asustado. Y, vergonzosamente excitado, me marché deprisa.
Luego, más tranquilo, reflexioné y pensé en que podía haber terminado aquello, sin esa luz de la vela o a la luz de aquella vela, quién sabe.